JUAN GABRIEL: Es un estado del alma
Jan Martinez Ahrens/ elpais.com
Era y es un sentimiento. Juan Gabriel, mucho más que una voz, un compositor o un símbolo, fue un estado del alma. A veces dulzón y cálido, otras roto y llorado. Pero siempre fiel a sí mismo, a un incendio melódico que a lo largo de seis décadas nunca se apagó y que es (y será) espejo de México.
Nacido el 7 de enero de 1950 en Parácuaro (Michoacán), Alberto Aguilera Valadez tocó las teclas del alma mexicana como muy pocos a lo largo de su historia. Y no fue fácil. En un país de sangre y tormento, Juan Gabriel parecía destinado a estrellarse contra el muro de los prejuicios. Frente a las canciones de pelo en pecho, su presencia felina, sus ademanes delicados, sus imposibles y vaporosas camisas, le hacían el candidato perfecto para el escarnio. Pero nada de ello le frenó. Con su música, un desbordante maridaje de guitarras y almíbar, logró quebrar toda resistencia. Por encima de tendencias políticas, más allá de regionalismos e incluso de gustos, hizo de sí mismo un sentimiento compartido en el que gran parte del país se reconocía. Sus conciertos eran acontecimientos masivos que duraban horas y concitaban olas de un entusiasmo ciclópeo. En esos momentos, excesivo y polícromo, era el rey.
El misterio de esa fuerza hay que buscarlo en su propia vida. Como tantas veces sucede, su estrella emergió de los escombros. Fue el menor de 10 hermanos de una familia campesina y pobre de Michoacán. Al poco de nacer, su padre enloqueció, y para rematar el cuadro, el pequeño Alberto, tras un agrio peregrinaje, recaló a los cinco años en una institución social, lejos de su madre y enfrentándose al mundo hostil del olvido. Ahí aprendió música y de ahí también escapó a los 13 años para regresar con su progenitora y vender burritos por las calles de Ciudad Juárez.
Pudo entonces haberse perdido para siempre en la corriente de los días. Pero el fuego de la música tiró de él. Compositor compulsivo, viajó por todo el país para ofrecer sus canciones. Quienes le conocieron en esa etapa inaugural le recuerdan como un joven bonachón y entregado, alguien dispuesto a lo que fuera por hacerse oír. Un idealista o una presa fácil, según se mire.
Paso a paso, bajo el nombre artístico de Adán Luna, se abrió camino. En las boîtes y salas de mal amanecer empezó a hacerse un nombre. El futuro parecía despejarse cuando le alcanzó la puñalada que le marcaría de por vida. En la Ciudad de México fue acusado de robo e ingresó en la penitenciaría de Lecumberri. 18 meses de cautiverio. Ahí terminó de fraguarse su alma de superviviente. Durante aquel tiempo nunca dejó de tocar. Entre barrotes, su pasión llamó la atención del propio director del centro, quien, tras revisar su caso, le ayudó a salir. En su expediente, nunca figuró condena alguna.
Una vez fuera, cambió de nombre y nació Juan Gabriel. Lejos de arredrarse, mostró a cuantos pudo su repertorio, tuvo apoyos, convenció a las discográficas. Ya demasiadas veces roto, se tornó indestructible. Y en 1971 logró su primer éxito. La canción, cómo no, se titulaba No tengo dinero. A partir de entonces, la fama nunca le abandonó. Y tampoco su historia, de la que jamás renegó.
Aun así, pese a los focos y su amor intenso a los escenarios, fue una personalidad reservada. El misterio de su sexualidad, el pánico a las entrevistas, su ocultamiento bajo el maquillaje de una felicidad fácil aumentaron su leyenda. Los que le trataron siempre han hablado de la existencia de dos Juan Gabriel diametralmente opuestos. El público y el privado. A la mayoría sólo les fue dado a conocer el primero. El segundo, el que murió de un infarto este domingo en California, aún tardará en emerger. Pero poco importa. Con el primero bastó. En sus baladas, boleros, rancheras, huapangos, rumbas, sones y salsas, Alberto Aguilera Valadez, más conocido como Juan Gabriel, hizo música de su alma. Y con ella, vibró México.
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