Melilla (España), una insólita ciudad de niños solos y sin derecho a la escuela

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Mohamed, marroquí, llegó solo a Melilla con 12 años, y ahora tiene 17. Lleva cinco años viviendo solo en esta ciudad. Llama a su familia por teléfono de vez en cuando. Se hace el duro, fuma. Como otros niños que merodean cerca de él, lleva marcas de que ha tenido un ojo morado. "Yo pienso en mi futuro, no como estos”, dice señalando con desdén a los demás. “Esnifan pegamento, beben, yo no, sé lo que quiero, he hecho cursos de granjero, de peluquería”. ¿Y qué es lo que quiere Mohamed? Cumplir 18 años, tener los papeles e irse a España. Dicen así irse a la península, como si Melilla no lo fuera. “Pero no me pienso quedar allí, tengo otros planes”, confiesa con satisfacción. Y murmura: “¡Noruega!”. Como si fuera un paraíso donde se terminarán todos sus problemas.

-¿Tienes amigos, Mohamed?
-Aquí no hay amigos.
El número de menores solos en Melilla es difícil de precisar. Eran 917 al cierre de 2017, según datos oficiales, sin contar los de la calle. Son el 14,3% de todos los que hay registrados en España, un total de 6.414. Caídos del cielo, que han llegado en patera, ocultos en coches, y están atrapados en la ciudad. Entre los muchos pliegues del drama de la inmigración en la ciudad, pendientes de resolución y que un cambio de política del nuevo Gobierno debería considerar, este es uno de los más desesperantes. 
 
La mayor parte de estos chicos, llamados coloquialmente menas (siglas de Menores No Acompañados), son tutelados por la administración, pero entre 50 y un centenar, una cifra que fluctúa de forma misteriosa, viven en la calle. De forma misteriosa porque de repente algunos desaparecen. En el mejor de los casos, porque logran colarse en un barco rumbo a la península. Para el peor hay un temible abanico de posibilidades. Que lo intenten y mueran, que hayan sido expulsados a Marruecos… o cualquier otra cosa. Corretean en grupos por los parques y rincones de Melilla. “Me preocupa mucho lo que está pasando con los niños en Melilla, mucho, mucho, mucho”, dijo el defensor del pueblo, Francisco Fernández Marugán, en el Senado el pasado mes de febrero.

Mohamed no vive en la calle, vive en el centro de menores de La Purísima, el principal de la ciudad, con unos 500 internos, muy por encima de su capacidad, en torno a 180 plazas. Es un viejo cuartel del ejército que es un constante foco de críticas y polémicas, retratado en numerosos reportajes como un lugar infernal. “Si muchos niños prefieren vivir en la calle antes que allí, eso te lo dice todo”, repiten las ONG, que denuncian desde hace años malos tratos y las precarias condiciones del centro. El director de La Purísima prefiere no hablar con periodistas sin autorización, pero los responsables de prensa del gobierno autónomo, del PP, no responden. La consejería de Bienestar ha puesto en marcha un nuevo servicio de educadores de calle, 16 empleados con petos naranjas que recorren la ciudad para atender a los menores que viven en la vía pública y cuya eficacia está por ver.

Hay otros dos centros de menores, La Gota de Leche, con unos 150 niños, donde falleció un menor el pasado mes de enero, y Divina Infantita, con 34 niñas. Y luego está El Baluarte, un centro de internamiento para menores que han cometido delitos. Las llegadas de niños y niñas no acompañados a España crecieron un 60% en 2017, es un problema que va a ir a más. Pero en Melilla el sistema de acogida de menores sigue atascado.

Lo mínimo sería abrir otro centro, menos masificado”, reflexiona Giulia Sensini, responsable de Save the Children en Melilla, donde la organización también gestiona una oficina de atención a menores en el paso fronterizo de Beni Enzar. En todo caso, apunta que el problema es más de fondo: “La gran debilidad del sistema es que el único plan es echarlos a los 18 años, y ellos mismos cuando salen del centro tampoco tienen más plan que llegar a la península, hacer risky, ya habrás oído la expresión”. En Melilla es muy conocida, viene de “arriesgado”, en inglés, y significa intentar colarse en un barco. Saltando la valla de concertina del puerto, escondiéndose en un camión, o en su carga, a veces residuos tóxicos de ceniza de la incineradora, o cemento en polvo.

En Melilla varias ONG hacen lo que pueden con los menores –Prodein, Harraga, Médicos del Mundo-, también hay institutos, como el Rusadir, muy comprometidos con la formación. “Es la voluntad política lo que falta. El Gobierno tiene que poner ya en su agenda el problema de estos menores”, opina Catalina Perazzo, responsable de políticas de infancia de Save the Children.

Las competencias de menores está transferida a las autonomías, y esta ONG propone una comisión que reúna a todas las regiones para establecer parámetros de calidad y que se agilicen los protocolos de acogida. “Melilla, como Ceuta, está saturada, y no es realista esperar que en 14 kilómetros cuadrados estos menores consigan integrarse. Debe haber protocolos automáticos para trasladarlos a centros apropiados en la península, que no sea opcional para cada comunidad”.

La prueba del desinterés oficial por estos menores tutelados es lo que ocurre cuando cumplen 18 años. En teoría tienen derecho a la tarjeta de residencia, con la que pueden irse a la península, pero a menudo los centros de acogida no se la tramitan. Cuando salen deben conseguirla ellos mismos y se pierden en un laberinto burocrático. “El objetivo es que pase el plazo, un año de residencia tras cumplir los 18, para poder echarles”, lamenta un abogado que atiende estos casos y asegura que las expulsiones sumarias, en caliente, cuando les pillan por la calle, son "constantes".

La alternativa de los chicos es pagar a asesorías y gestorías por un certificado de residencia, y les piden entre 500 y 800 euros. “Aunque a veces ponen el mismo domicilio para todos, pero cuela”, dice José Palazón, de Prodein. Asegura que también se paga hasta 3.000 euros por contratos de trabajo. ¿Cómo consigue un menor ese dinero? Lo van ahorrando, o de modo ilegal, o se prostituyen, cuentan los trabajadores sociales con pesar. “Se hace todo para que no puedan renovar la residencia, es una práctica que tiene dirección política”, acusa Josep Buades, del Servicio Jesuita a Migrantes, que tiene una oficina de asistencia jurídica en Melilla. Este trabajo de acompañamiento legal es otra pelea de las ONGs en la ciudad para tapar los agujeros del sistema.

Lo curioso es que estos menores, pagando, consiguen empadronarse, y es porque en la administración saben que se van a largar al día siguiente y así es uno menos. Pero hay otros que ni pagando”, explica José Palazón. Se trata de otros menores de origen marroquí, pero en este caso con familia, vecinos de Melilla, nacidos allí, incluso de dos y tres generaciones, pero que aún no han logrado regularizar su situación. “Con ellos sucede algo que no pasa en ningún lugar del mundo, son niños que quieren ir al colegio y el Estado no les deja”, denuncia. En este momento son, según esat ONG, 160 niños y niñas que no pueden ir a la escuela. 

Los centros no les dejan matricularse si no tienen un certificado de empadronamiento, y entonces entran en el mismo círculo vicioso de papeles, donde sin uno no se puede conseguir el otro, y viceversa. "En el resto de España el padrón solo sirve para ver qué colegio te queda más cerca, aquí es una herramienta de apartheid", asegura Palazón. Como alternativa, estos menores estudian por su cuenta, en academias o en el colegio marroquí de Melilla, cuyo título no está homologado en España.

Se trata de un problema crónico que resurge periódicamente, depende directamente del ministerio de Educación, pues es una competencia no transferida, y los sucesivos Gobiernos lo rehúyen, temerosos de un efecto llamada. En dos ocasiones, con Aznar y con Rodríguez Zapatero, se permitieron regularizaciones puntuales. “Pero esta vez con Rajoy no ha habido manera, hemos recogido 100.000 firmas, nos hemos manifestado en la calle con los niños, y nada. Ojalá el nuevo Gobierno de Pedro Sánchez lo solucione”. El ministero de Educación, en pleno cambio de titular, aún no responde.

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