Así se sobrevive en el barrio más pobre de España
elpais.com
Jesús Martínez tiene 55 años. Empezó de
recadero y llegó a ser suplente en labores administrativas de una
empresa de Sevilla hasta que el alcohol y el paro se le cruzaron en
el camino. Hace 20 años que se separó y terminó en Los Pajaritos,
el barrio más pobre de España, según el índice Indicadores
Urbanos del Instituto Nacional de Estadística (INE). Alquiló un
piso de 40 metros cuadrados por el que ahora paga 300 euros al mes y
que casi se come los 426 euros de ayuda que recibe. Su hija es
camarera y le da algo alguna vez. Ha visto tres atracos en locales
cerca de su casa, muchas reyertas y también días de calma, cuando
la miseria se sobrelleva. Conoce a vecinos traficantes “de todo”,
según dice, prestamistas, chatarreros y obreros. “Si no te metes,
no pasa nada”, afirma resignado.
“La situación este año es igual o peor”,
asegura Francisco José Chacón, residente del barrio y monitor
deportivo de la asociación Candelaria, uno de los corazones que, con
ayuda de la Obra Social La Caixa y Cáritas, entre otras entidades,
impide que el barrio se ahogue en su propia pobreza.
Los datos le dan la razón. Los Pajaritos (parte
de Tres Barrios-Amate, según la denominación municipal) tiene este
año unos ingresos medios anuales por hogar de 12.307 euros. El
pasado ejercicio, cuando también fue el barrio más pobre, esa cifra
era de 12.614 euros.
Tras el umbral de la pobreza
Javier Cuenca, responsable en Andalucía de Save
The Children, advierte de que esos ingresos están por debajo del
umbral de la pobreza previsto en la Encuesta de Condiciones de Vida
(13.133 euros) y son los que soportan las familias de los más de
2.300 niños que atienden en estos días de verano para evitar que se
queden solos o en las calles.
María José Herranz, compañera de Chacón, no
duda de que la clasificación del barrio como el más pobre sea
correcta y advierte que lo peor es la gente que “llega a creer que
es normal cómo viven”. Aunque las cifras oficiales sitúan el paro
en índices cercanos al 40%, Herranz asegura que la cifra real es del
80%, ya que muchos ni siquiera se inscriben en la cercana y saturada
oficina de Empleo.
Las 21.000 personas de más de 15 nacionalidades
que habitan el barrio sobreviven, en gran parte, al margen de la
economía oficial. La mayoría, de los 426 euros de ayuda del Estado.
A eso le suman “chapuzas”, ingresos por limpieza de casas, venta
ambulante, chatarra y hasta de rifas particulares: venden boletos a
un euro y sortean cinco litros de aceite, detergente y todo tipo de
bienes.
Casi todos viven al día, según comenta Herranz,
quien destaca cómo muchos tienen diseñado un itinerario de
avituallamiento por las distintas entidades y organizaciones de ayuda
para asegurarse las tres comidas. La asociación Candelaria y Save
the Children dan desayunos a los niños, se los llevan de vacaciones
o a actividades de ocio alternativo.
Esa es la gran mayoría del barrio. Pero hay otra
parte clandestina que se dedica, según admiten los dirigentes
vecinales, a traficar con droga, a vender armas y hasta la usura. En
los locales que presta la iglesia del barrio a las asociaciones llegó
a solicitar ayuda una mujer que pidió 1.500 euros y acumuló una
deuda con su prestamista de 30.000.
El tráfico de estupefacientes registró el
pasado abril uno de sus sucesos más dramáticos. Un joven murió,
otro quedó en estado crítico y otros dos resultaron heridos graves
al estallar una fábrica de droga instalada en una habitación de su
casa de Amate. Los combustibles almacenados en un pequeño habitáculo
sellado para elaborar las sustancias crearon una bomba mortal.
En el barrio falta de todo. La Iglesia de Amate
hace de centro cívico y las asociaciones como Candelaria luchan por
cada pequeña cosa que necesitan: ropa para los campamentos de los
niños, a los que muchos acuden con una sola muda, ordenadores para
poder realizar gestiones a los vecinos, y hasta labores de control y
vigilancia para impedir el absentismo escolar, que afecta a un 20% de
los niños.
El estrés de la miseria
Los monitores de Save The Children llevan la
asistencia integral de las familias e incluyen ayudas para comprar
productos de higiene, contratos para asegurarse el cumplimiento de
los compromisos educativos y hasta asistencia psicosocial a los
padres para gestionar el estrés de la pobreza. “A los niños se
les cuenta que se ha vuelto a ir la luz, no que no se ha pagado el
recibo, o que hay otra vez espaguetis porque no se ha podido ir a la
compra”, explica Cuenca, quien destaca que, pese a las condiciones
compartidas de carestía, la red vecinal funciona. “Una mujer vende
en el mercadillo del Charco de la Pava [los aparcamientos de la Expo
de hace 25 años] las cosas que le llevan los vecinos porque no tiene
ni para comprar lo que ofrece”, comenta.
Los padres son muy jóvenes. En Candelaria, que
lleva 35 años trabajando en el barrio, cuentan con parejas de 23
años que tienen ya dos hijos. Las casas más grandes pueden llegar a
60 metros cuadrados y hay algunas que albergan entre siete y ocho
personas de una familia. Muchos enganchan el agua o la luz de donde
pueden.
Lo peor, según Herranz, es que los padres no
asuman la importancia de la educación de sus hijos. Siete de cada
diez no tiene formación académica y no creen que vayan a salir del
pozo por estudiar. “Casi todo nuestro esfuerzo es para eso, para
que los niños se eduquen y encuentren una salida. Pero no para dejar
el barrio, sino para que este se transforme. Hay historias de éxito.
Soy optimista”, señala Herranz.
Andrés Ceballos es monitor de Save The Children
y asegura tajante que sus estudiantes, lejos del entorno de riesgo de
exclusión, tendrían un futuro prometedor. Ha estado trabajando con
niños de todas las condiciones sociales y afirma que todos tienen
los mismos sueños de vida. “La única diferencia, es que los de
familias desfavorecidas son 10 veces más cariñosos, una vez que se
flanquea la barrera de la confianza, y están poco acostumbrados a
una vida ordenada y rutinaria”, comenta.
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